“Una
obra de arte es buena cuando nace de la necesidad.
Es la naturaleza de su origen quien la juzga.”
(Rainer María Rilke – Cartas a un joven poeta)
Es la naturaleza de su origen quien la juzga.”
(Rainer María Rilke – Cartas a un joven poeta)
Hubo quien juntara y despegara los labios despectivamente
para preguntarse más de una vez, “¿por qué escriben los poetas?”, y más de
alguna vez, la nauseabunda respuesta que taladró tímpanos y pensamiento fue
siempre la menos certera. El que una persona sepa leer o escribir, es decir,
que posea la particularidad de incurrir en la simple tarea de juntar letras
para hacerlas palabras, no quiere decir que pueda crear y entender de poesía. «En otras palabras, como el lenguaje,
instrumento diario de comunicación, es familiar a todos, todos se sienten
competentes, aun en aquellos casos en que el lenguaje se ha empleado en una
“configuración”.» (Johannes Pfeiffer, 1951). Es un oficio mucho más
complejo de lo que aparenta. El poeta es el encargado de romper con ese
lenguaje monótono y coloquial, que adormece al hombre en su agonía. Hace suyo
un lenguaje que transgrede toda regla gramatical y hasta ortográfica, que se
sale de toda lógica para rascar las paredes de la locura. Abstrae para escribir
sentimientos que, a su vez, dibujan imágenes más allá de toda conciencia. Le
recuerda al ser que aún existe algo dentro de sí: él mismo.
La idea de compartir poesía con el mundo
jamás podría ser –en la verdadera poesía- la de engrandecer el ego del poeta.
No es para verle hincharse en versos, estrofas pomposas y palabras rebuscadas,
revolcándose y estallando en su intelecto agigantado carente de todo sentido. El
verdadero poeta es, ante todo, un ser extraño y solitario que intenta descifrar
el mundo desde su perspectiva, aunque puede que, muy a su manera sea el mundo
el que intente descifrarse en él. Es imposible imaginar siquiera lo que puede
abrirse a los pies de una mancha de tinta, esbozada para tallar a gritos el
alma humana.
Su tarea es la de impactar los sentidos, abrirle
los ojos al sentimiento entumecido. Para ello, requiere de una inmersión constante
hacia lo más profundo de su silencio, en donde calla ruidosamente para aprender
a hablar. El verso, debe imprimírselo en la espalda, tatuárselo para llevarlo
siempre, no como una carga sino como el más bello de los bagajes. Precisa devastar
su propio ser a través de sus más íntimas inquietudes, y surgir de nuevo desde la
tierra más árida, con el único propósito de echar raíz. Plantarse no para hacer
sombra, sino para dejar pasar palabras
como frutos de luz entintada.
Si el poeta falla en ese palpitar, es
porque en algo habrá equivocado el oficio. La misma semilla entregada no
provenía en su totalidad esperando germinar. A veces el que se dice escritor,
resulta siendo un pálido espejismo que espera abarcarlo todo, en esa lánguida
nada. Es precisamente por ello, que la escritura debe surgir a partir de una
necesidad. El poeta debe sentir como esa carencia que arrastra a todo un cosmos
al vacío, ese sigilo que se posa poco a poco en la boca de los hombres, es ese
mismo abismo que la poesía debe llenar. La poesía es la vida misma. Cantando
desde los inicios del habla, en el alba del pensamiento humano, la poesía fue y
será. Pero sobre todo: es.
Ana Gabriela Asturias